1.
Óscar, el carnicero, conservaba en su heladera Heger de ocho puertas, el cuerpo sin vida de su amante.
Nada del otro mundo me digo, mientras mastico un trozo de carne asada y miro la expresión de terror del portero del edificio que no hace otra cosa mas que mover las manos como si estuviera a punto de reventar de un infarto. Cosa que no estaría mal, pienso, sería un placer ver cómo se estrellan las palabras contra los paredones de la indiferencia.
Nada siento, confieso, Óscar es un tipo diestro en el arte del cuchillo y en el degüello de las reses que durante años alimentaron los estómagos de los hoy horrorizados vecinos.
¡Qué barbaridad! escucho por ahí y aprieto los molares contra las estructuras tubulares de la carne cocida profundizando aún más las caries.
Nada por aquí. Nada por allá. Aparece la morguera abriéndose paso en el asfalto de los vivos. Achís. El código penal argentino es un largo poema mal traducido por los imitadores de Leopardi.
Dos forzudos abren una bolsa negra y cargan a la difunta apuñalada. Doce perforaciones profundas a la altura del tórax, apunta el forense. Buitre acostumbrado a la carroña que vomitan los leones.
¿Doce? pobre mujer, tremendo hijo de puta este Óscar, dice Laurita, una vecinita entrada en años que todas las semanas se agachaba debajo del mostrador del asesino para lamerle la tripa mirándolo a los ojos sin repetir y sin chistar mientras la garganta se llenaba de lava blanca.
No puede ser, nada es tan sincero como el canto del hornero. Hornero, hornerito, ¿quién es la más bella del reino?
Óscar está esposado. De espaldas a la avenida Congreso. Una caravana de sirenas en off salpican la cara multifacetada, un collage de alas azules, ofrenda preciada para los dioses del mal.
Allá ellos y nosotros porque Óscar es esa clase de sujetos que no cierra los ojos en el abismo.
Despacio... despacio. Vayamos por partes ¿Sabés qué encontraron los peritos de la policía en el negocio del carnicero?
Latitas de coca- cola repletas de pólvora y perdigones. Artefactos para la castración. Y algo más: unos estantes con libros, entre ellos uno sobre la estética nazi.
¿Qué me contás?
A los abismos hay que sofocarlos con otros abismos. Creo que es una fórmula efectiva para mantenerse en pie en el loquero.
Despierto a las 3 am, hora en el que el Cristo arrojó su último aliento de sangre y vinagre. No solo las heridas sangran, el hálito también. Eso lo saben los pájaros de fuego, aves ciegas que se orientan por las vibraciones de Orión. Aunque a veces, pierden el rumbo y se ahogan en las piscinas de los countries.
No te asustes, Laurita, tus hijos podrán disfrutar las bondades del capitalismo. Un piletero se encargará de borrar toda huella escalofriante y el cloro hará el trabajo nocturno. Cientos de metros cúbicos de agua estancada al servicio de los cuerpos productivos. Lo demás, se lo dejamos a Óscar.
2.
Emilio Heger es un alemán que vive en Villa Domínico. Su casa está repleta de herramientas y de cables de goma enrrollados como serpientes a las patas de la mesa del comedor. Mide casi un metro noventa y se viste con jardineros de jean.
Se dedicó desde que llegó de Alemania a fabricar heladeras comerciales bajo una modalidad artesanal la cual le dio un sello particular y único. Sus heladeras son piezas artísticas que se ajustan a los requerimientos de los clientes. No hay dos iguales. Los detalles abundan. Estructuras de madera talladas a mano, motores silenciosos, circuitos de serpentinas similares a sinogramas, hacen que sus máquinas sean buscadas por todo el país. Tener una Heger es similar a ser un dueño de un Torino o de un Ford Fairlane.
El tema de la funeraria empezó después del accidente cerebro vascular de la mujer de Heger, Noemí.
Un domingo a la hora de la siesta, Noemí, se desconectó de los treinta años de matrimonio con Emilio, de sus frustrados intentos de separación, de su vocación tardía por la pintura. Su cuerpo se desplomó en el piso de la cocina y dos horas más tarde, cuando Emilio salía de la siesta, se topo con una Noemí en estado de coma.
continuará...