Aquél verano,
te había regalado
unas sandalias de treakking.
La alegría fue momentanea
y el calzado
quedó sepultado en una avalancha
de tareas domésticas.
Nuestra Pequeña crecía
y estábamos ahí para acompañarla.
Nuestra relación disminuía
y estábamos ahí para acompañarla.
Las sandalias las usaste algunos veranos más,
en esos tiempos, nos separamos.
La Pequeña se las ingenió para no enfermar
y nosotros probamos el arte del tiro al blanco:
vos con tus escapadas a un pueblito del interior,
yo con mis caminatas nocturnas...
Las sandalias fueron y vinieron
hasta que decidiste regalárselas a una amiga:
ya no dan más, dijiste.
Tu amiga las recibió con entusiasmo
(quizá el mismo que tuviste vos hace años)
pero en sus pies,
la historia se tejió de otra manera.
Para ella eran cómodas, hermosas y elegantes.
Me las mostró con una sonrisa,
una tarde,
como si estuviéramos a punto de salir a cenar.
No quedó nada de nosotros,
en las sandalias de tu amiga,
solo una sensación nauseabunda
de verme entrando en ese negocio del pasado
para elegirlas
y hacerlas envolver en un paquete bonito,
para luego subir a un colectivo
ansioso por llegar a casa
y regalarnos una dosis de fugacidad.