Heredamos
un kiosko
en un complejo polideportivo
al que llamábamos
"el parque".
25 hectáreas
rodeadas de eucaliptos
e inmortalidad.
Pasábamos los veranos ahí.
Adoraba esa casita prefabricada
en donde armamos
el negocio.
La bandeja de golosinas,
la heladera con las 8 puertas de madera,
la cortadora de fiambre,
las vitrinas...
Líneas de fuga
para una niñez
de pocos amigos.
Me sentía parte de un acertijo:
un niño que aprendió a leer
la hora
en un reloj de manecillas,
mientras miraba un partido de bochas.
La casita prefabricada
continuaba
en una estructura de chapa
rectangular
con ventanales y mostradores,
regalo
de una marca de bebidas colas.
A veces,
la usábamos de depósito
otras,
como despacho rápido de minutas.
Una noche,
alguien entró
y robó mi bicicleta
Peugeot.
La infancia
comenzaba a desaparecer.
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