Demolieron la casa de mármol negro.
Ahí,
entre padre, madre y hermana
pasamos algunos años.
Siempre
agobiados por embargos
y cartas documentos.
Momentos de felicidad:
dos patios interiores,
una terraza,
dormitorios para esconder tesoros,
una porción de tierra
donde tiempo atrás,
habían enterrados a los perros.
Espíritus amables,
arriba,
abajo,
escaleras.
Baños,
acá y allá.
Tuvimos que dejar la casa
y amoldar la tristeza
a un núcleo de cuatro.
Padre, madre y hermana
a la deriva
junto con mis primeras preguntas
de amor.
Hablamos poco de eso.
Recuerdo
los mates de leche
que me llevaba madre
a la cama.
La tetera
de pico largo
con marcas de fuego.
El vapor de la nata
empañando los ojos.
Atrás,
un pizarrón
con cálculos matemáticos
de un niño,
con cuerpo de grande.
La topadora llegó después,
los cuatro,
ya habíamos aprendido a nadar.
Pudimos abrazarnos
y dejarnos caer
entre los escombros,
como lombrices
asustadas.
O saltar
hasta encontrar un rascacielos.
Nada de eso sucedió.
No para los 4.
No para mí.
Volví al barrio varias veces.
Eso me pasa.
Vuelvo.
Cuando vi la casa de mármol negro
derrumbada,
junto a camiones de hormigón
que entraban en el terreno
y aplastaban
lo poco que quedó de nosotros
me dije:
son ellos, los perros.
Alguien tenía que vengarlos.
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