Me invitaron a un
cumpleaños
en una de esas
casas modernas,
de jardines
traseros y varios ambientes.
Mi compañera ya
estaba ahí,
sentada en una
mesa
repleta de cosas
ricas para comer.
Nuestra hija se
tiró de mis hombros
apenas llegó
y fue directo a
una habitación
donde había un
piano y otros instrumentos.
Me saqué los
zapatos,
saludé al
agasajado
y a muchos otros
que no conocía.
Corrían las
botellas
y en una de esas di
con un vaso
después con otro
y otro
hasta que pude
sentirme
un poco más gusto
conmigo mismo.
Hacía muchos años
que no estaba en
una celebración
con personas
desconocidas.
Esta situación
me hizo boyar por
distintas conversaciones.
Entonces me senté
en una silla playera
y 3 personas
estaban hablando de las distintas
traducciones al
español del Tao Te King.
Las 3 estaban
apoyadas sobre sus botellas
que iban y venían
como una pelotita
de ping pong en un mundial.
Del Tao Te King
pasaron
a los poemas de
Carver.
El viejo Raymond
no fue bien
tratado
y eso me hizo
decir algo.
Uno de ellos me preguntó
qué hacía,
cómo me llamaba
a qué me dedicaba.
Respuestas
imposibles.
Dije que me ganada
la vida vendiendo libros,
que nuestra hija
estaba entretenida en el cuarto de al lado
y que cuando tenía
tiempo libre leía.
¿Qué leés?
Uff…
este punto 10 años
atrás,
hubiera generado
una catástrofe.
Miré hacia los
costados
y di con un resto
de bebida.
Me dije:
¡Diosa inmemorial
concédeme la
gracia
de la discreción y
la certeza!
¡No me abandones!
Pasaron unos
segundos,
y otro de ellos
(el mayor)
mencionó un poema de
Baudelaire
en el que un
vendedor de vidrios
recibía una
pedrada desde una ventana
y todo se iba al
demonio.
¡Vale ese acto la
eternidad en el infierno!
Concluyó.
¡Diosa inmemorial!
¡Nunca me
abandones!